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¿Existen las alternativas sanas al azúcar?

JUAN REVENGA FRAUCA
No tomas azúcar ni edulcorantes, y estás en busca de opciones más saludables para aportar dulzor a tus recetas, a tu café o a tu yogur natural. Tal vez hayas descubierto el azúcar de caña, la miel, el sirope de arce o el de ágave, quién sabe si incluso el sirope de trigo ecológico. Son nombres que suenan bien, con un aura beatífica de alimento 'natural' y como de buen rollo. Además, los venden en tiendas especializadas llenas de cosas eco-bio-orgánicas de países lejanos, así que malos no pueden ser.
Miras y contrastas las etiquetas de todos aquellos otros productos elaborados que pones en tu cesta de la compra, evitando todos los que lleven impresa la palabra 'azúcar'. Por eso te llevas a casa esas galletas súper saludables con jarabe de maíz, o ese magnífico turrón con fructosa, o aquellas tortitas con jarabe de malta o con miel o con melaza o con dextrosa. O con todas esas cosas juntas, mientras sea 'sin azúcar añadido'.
Bien, pues permíteme que sea sinceramente crudo: vives engañado y hay muchas probabilidades de que estés haciendo las cosas peor que mal. Mark Twain hizo un resumen perfecto para esta ocasión: “No es lo que sabes lo que te mete en líos. Es lo que crees saber con certeza y que sencillamente no es así”. Déjame que te explique.
Probablemente tus intenciones sean las mejores del mundo: no añadir demasiado azúcar a tu dieta. Eso está muy bien: recordemos que actualmente se ha estimado que el consumo por habitante y año de azúcares está cercano a los 70 kg, mientras hace tres siglos rondaba los 3. Sin embargo hoy descubriremos que los jarabes, siropes, mieles y demás sustancias de nombre complaciente con las que crees sustituir el azúcar son, en realidad, una estrategia de los productores para ocultar el principal ingrediente: precisamente aquel del que pretendes huir.
La miel
Empezamos con el ingrediente/azucarante de imagen más venerable. Me refiero a la muy natural miel de abeja, que en realidad es –por término medio– una solución que contiene un 82% de su peso en forma de azúcar. "¿Un azúcar sin más?",  te estarás preguntando. Pues sí, el mismo o muy similar, al menos en sus efectos metabólicos. En 100 gramos de miel, hay 82 de azúcar. Si dudas de mis palabras, quizá te convenza más la forma que tiene la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) de referirse a la miel de abeja: “La miel ha ganado la falsa reputación de ser de especial valor nutritivo. En realidad contiene únicamente azúcar, agua y trazas diminutas de otros nutrientes. Aunque es puramente una fuente de energía, tiene valor sensorial como un alimento agradable para los seres humanos”.
Es decir, úsala porque te gusta su sabor, no por que quieras evitar el azúcar para endulzar cualquier receta o alimento, ya que lo que estás poniendo al usar la miel es azúcar a cascoporro. El valor nutritivo de la miel, por muy 'natural' que sea a la hora de hacer acopio de esos 'elementos traza' que puede contener, no justifica de ninguna forma el peaje en forma de azúcar que has de pagar, sobre todo si es precisamente eso lo que pretendes evitar. Existen infinitas formas de adquirir esos o similares nutrientes y elementos a partir de una adecuada planificación con la justa e importante presencia de alimentos de origen vegetal en la dieta.
A este tenor el colmo del despropósito lo he encontrado en unos cacahuetes con miel en los que, una vez consultados los ingredientes se contrasta que la miel no es uno de ellos. Sí figura el azúcar y los aromas (de miel, supongo) para dar el pego. En mi opinión este ejemplo no es más que un fraude anecdótico que carece de toda importancia, pero sin querer a deja al descubierto la verdadera naturaleza de la miel: azúcar, agua y poco (o nada) más.
Siropes y jarabes
Lo mismo que en el caso enterior: se trata en todos los casos de soluciones (en el término químico del concepto) que, con distinto origen, contienen cantidades de azúcar más que notables. Es tan sencillo como recurrir al diccionario y buscar las definiciones de jarabe y sirope. Estos se obtienen de los jugos de diversas plantas, frutos u órganos vegetales; para posteriormente evaporar la mayor parte del agua y concentrar los azúcares presentes en esas plantas. ¿Cuánto azúcar hay en los variados jarabes y siropes? Pues mucho, tanto como para referirse a estos productos como “azúcar líquido”, expresión por la que se les conoce coloquialmente. Por ejemplo, en el sirope de arce puede haber cerca de un 70% de azúcares en peso; en el jarabe de maíz alto en fructosa el 76%; en el sirope de agave hasta un 85%... y así suma y sigue, con independencia del origen.
Da igual que la industria borre de su etiquetado la palabra maldita, la cambie por siropes o jarabes y además les ponga el sello de ecológico: la cantidad de azúcar presente es la misma, pero con la ausencia de la palabra maldita y el oropel del ecologismo. Puestos a sacar los pies del tiesto, también se podría obtener azúcar de remolachas ecológicas o si se quiere rizar el rizo y poner a la venta jarabe de remolacha de origen ecológico cuyo efecto en términos de azúcar sería el mismo.
Observa como cambiaría el cuento en esta etiqueta si se cambiaran las palabras 'sirope de trigo' (ecológico) y 'azúcar de caña' (también ecológico) por 'azúcar', aquello que se quiere evitar pero que al mismo tiempo es lo que en realidad encierran estos molones ingredientes. El resultado, en la info nutricional (el texto de más abajo): 42,7% de hidratos de carbono, apuesto que en su inmensa mayoría azúcares (que no detallan, los picaruelos).
Azúcar moreno, integral o 'natural'


 
Desconozco la razón por la que muchos santifican con la corona de la excelencia alimentaria al azúcar así etiquetado cuando lo sustituyen por el azúcar refinado… ¿sabrán que este tipo de azúcar es en realidad entre un 85 a 95% azúcar y ya está? El resto, hasta el 100% del peso está constituido por agua y unas cantidades ínfimas de minerales (calcio, hierro, potasio y magnesio) y todavía menores de vitaminas. Tal y como dice Miguel Lurueña en su muy recomendable post al respecto: “si lo que quieres son nutrientes, no los busques en el azúcar”.
En mi opinión, el proceso racional detrás de este tipo de elecciones resulta similar al pensar que como es peligroso saltar desde el piso 75 (usar azúcar refinado) es mejor bajarse al 74 y saltar desde ahí (o usar azúcar integral, moreno o integral). En el mundo del camuflaje azucaril podemos encontrar numerosos adjetivos que cualifican el producto, pero que de ninguna forma y en ninguno de los casos evitan la indefectible naturaleza de lo que tenemos entre manos. Me refiero al azúcar glacé, demerara, turbinado, perla, candi, etcétera.
Te podrán sonar más o menos bien y te los pueden haber vendido como la quintaesencia de lo saludable (aquí tienes un ejemplo de magufismo editorial a través de la promoción de los azucarantes) pero siempre son más de lo mismo, azúcar, en un altísimo porcentaje, cuyas originales características se ciñen más a sus propiedades organolépticas o sensoriales que a las nutricionales.
En resumen
El uso del azúcar camuflado, el de los azucarantes, es una práctica en alza dentro de la industria alimentaria. El azúcar goza hoy en día y cada vez más de una mala, y justificada, imagen en parte debido a su contundente ubicuidad que incrementa el riesgo de no pocos trastornos metabólicos.
Sin embargo, al final el uso de estos eufemismos azucarantes entre los ingredientes no soluciona nada: al contrario, dificulta al consumidor el realizar elecciones acertadas en consonancia con sus intereses (evitar el azúcar). Muy en especial cuando dichos azucarantes, además de evitar la palabra maldita, envuelven su imagen de una imagen especialmente complaciente y benefactora.
Tal y como me comentó una buena compañera, es como si en la lucha contra la presencia de sal en los alimentos, alguien evitara su uso en un determinado producto poniendo entre los ingredientes agua de mar. Algo que suena mucho mejor que la sal que al final incluye, pero sin mencionarlo, precisamente aquello que se quiere evitar.

La traicionera fructosa y el índice glucémico

La fructosa es un tipo de hidrato de carbono simple (es decir, de azúcar) característico de la fruta, de la miel y de buena parte de los siropes y jarabes antes mencionados. Así, en las décadas de los 70 y 80 se propuso a la fructosa como el azúcar “de los diabéticos” ya que provoca una elevación de la glucemia mucho más sutil que cuando se utilizan otros azúcares típicos como la sacarosa (o azúcar común).
Es decir, la fructosa era “buena” porque tenía un índice glucémico menor. Sin embargo, y a pesar de que buena partE de la industria sigue enrocada en este mensaje, hoy tenemos bastante claro que sustituir los azúcares habituales por fructosa o alimentos que la contienen en gran medida, es como saltar de la sartén para caer en las brasas.
Ciertamente la fructosa tiene un índice glucémico significativamente menor que la sacarosa o la glucosa, pero sus implicaciones metabólicas se apuntan como devastadoras –según la evidencia científica actual– en lo que se refiere al incremento del peso, el riesgo de diabetes, el hígado graso no alcohólico y la enfermedad cardiovascular.
Y es que por muy baja que sea una dieta en grasa que al mismo tiempo sea alta en azúcares refinados (en especial en fructosa) en realidad estaremos ante una dieta alta en grasa cuando se presta atención a lo que nuestro hígado tiene que hacer con la fructosa.
EL PAÍS&EL COMIDISTA, Martes 01 de marzo de 2016

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